Los Panes de Don Emiliano
Recordando
épocas de estudiante en Huaraz…
Escribe: José Santos Gamarra Soto
Todas
las mañanas de lunes a viernes a las 6 am., en la década del 60 del siglo
pasado, específicamente los años de 1964 y 1965 tenía que ir a comprar panes,
que en realidad era recoger los panes, porque del pago que no sabía si lo
hacía, a diario, semanal o mensual se encargaba mi tía Julia que así se llamaba
la señora donde me daban pensión al estudiar por aquellos años la secundaria en
el Colegio La Libertad de Huaraz. Iba todas las mañanas a recoger sesenta panes
(éramos 18 pensionistas de distintas provincias y distritos del departamento), mandado
del que casi siempre renegaba y no podía disuadirme, yo era el más pequeño de
los pensionistas contaba con trece años de edad, por tanto era el encargado de
recoger los panes, mi tía Julia me autorizaba comer uno o dos panes en el camino
si me apetecía, teniendo en cuenta que llevaba 60 panes calientitos recién
salidos del horno, el olor era muy apetitoso.
Iba a
una panadería muy famosa por aquellos años, muy especial. Al pasar las semanas
y meses me di cuenta que tampoco lo sentía como una obligación y mucho menos
algo en contra de mis derechos de niño o cosas por el estilo, me sentía
satisfecho de lo que hacía. Comencé a sentir un placer al realizar dicha labor
en las mañanas de cada día. Desde la casa que estaba ubicada en la Av. Tarapacá
N° 205, hasta la panadería de don Emiliano que quedaba entre las calles San
Martín y Mariscal Cáceres muy cerca de la tienda de abarrotes y cervecería de
Villacaqui y del Mercado Central de Huaraz, tenía que caminar como seis
cuadras, por las estrechas callecitas de la ciudad, sin ajetreos ni turbas que
me impidan mi paso por el camino.
Era
todo un trecho de ejercicio matutino que hacía, lo que convertía mi caminata en
un ejercicio que me obligaba a veces a sentarme en la vereda bajo la sombra de
los tejados de esas casas solaqueadas con yeso de color blanco; casitas
austeras que tenían un estilo y construcciones muy peculiares porque me
recordaba mi tierra que no hacía mucho había dejado para ir a estudiar a
Huaraz, habían algunas casas grandes con
patios muy amplios, con zaguanes con aldabas de acero como las de mi abuelita
Tomasa en Marca, aún recuerdo cada vez más lejanamente esas casas porque
después del terremoto de 1970 no quedaron ninguna de ellas. Cada casa tenía sus
huertos, en cuyo solar poseían arbustos de higos que desbordaban los muros de
las casonas, en algunas otras había capulíes, nogales y molles cuya fragancia envolvente
me gustaba olerlos y resguardaban cada casa de ese imborrable recorrido que
conducía hasta la panadería de don “Imicho”.
No sé
por qué razón-presumo por curiosidad-siempre hacia un alto frente a la
escuelita fiscal que existía en una de las calles cercana a la panadería, dicha
escuelita era más conocida por su número que por su nombre: lo llamaban 450. La
mayoría de sus alumnos de esa escuelita provenían del campo, por aquellos
tiempos todavía se usaba el pantalón de lana, algunos iban con sus sombreros,
llanques y cargaban “picshas”, se ponían camisas a rayas o de color caqui de
una tela muy gruesa y fuerte casi indestructible. Yo reparaba mucho en ellos,
llegando a ser mi amigo alguno de ellos, con quienes jugaba. Después de mis
devaneos de juegos con alguno de los niños proseguía mi camino, una vez
repuesto mis energías y respirar profundamente hasta llegar a la panadería.
Siempre encontraba una enorme fila de clientes en la panadería, la fila rodeaba la manzana muy cercana a la escuelita fiscal de niños # 450. No había nada que hacer, solo plegarse y esperar pacientemente el momento de llegar hasta la puerta de la panadería, pero yo iba con mi uniforme de colegio, por tanto me daban preferencia para que me atiendan y llevar el pan para el desayuno, ese era mi privilegio por ser niño y estar uniformado a la vez. Ahora después de aquellos lejanos momentos, a veces recuerdo, pero cada vez más lejano, ese profundo e inconfundible olor a pan, cuayes, molletes y bizcochos envueltos con esa inolvidable fragancia, que nunca jamás volví a sentir, y que brotaba de las leñas de eucalipto, quenuales y alisos introducidas en el horno de barro y ladrillos. El humo gris oscuro que salía de la chimenea era característico no solo en la vecindad sino hasta varias cuadras a la redonda para esparcirse lentamente por el cielo azul huaracino.
Don
Imicho, era un señor fornido y bonachón, se le notaba los años curtidos por el
trabajo, de mirada franca y honesta. Voz fuerte y mandón, ordenaba a sus
ayudantes con voz fuerte. Siempre sudoroso y sobre todo muy buena gente, de un
trato paternal y comprensivo con sus clientes. El regreso a la casa tenía que
ser con mayor rapidez que la ida, porque llevaba los panes calientes y
olorosos; pero tenía otro inconveniente, el sol mañanero y caluroso de la
serranía que quemaba, por lo que tomaba la decisión que mi regreso sea con
mayor rapidez a veces lo hacía corriendo con mi bolsa grande de pan en la mano.
No había autos, ni camiones, ni siquiera triciclos que me interrumpieran. Los
panes calientes, listos para el desayuno de los pensionistas de mi tía Julia
iban a buen recaudo. Hasta ahora no creo haber probado panes, biscochos o
molletes, como los preparados por don Imicho. Una absoluta delicia. Era todo un
artista en la preparación de los panes mañaneros.
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