lunes, 22 de mayo de 2023

 

Los Panes de Don Emiliano

Recordando épocas de estudiante en Huaraz…

 

Escribe: José Santos Gamarra Soto

Todas las mañanas de lunes a viernes a las 6 am., en la década del 60 del siglo pasado, específicamente los años de 1964 y 1965 tenía que ir a comprar panes, que en realidad era recoger los panes, porque del pago que no sabía si lo hacía, a diario, semanal o mensual se encargaba mi tía Julia que así se llamaba la señora donde me daban pensión al estudiar por aquellos años la secundaria en el Colegio La Libertad de Huaraz. Iba todas las mañanas a recoger sesenta panes (éramos 18 pensionistas de distintas provincias y distritos del departamento), mandado del que casi siempre renegaba y no podía disuadirme, yo era el más pequeño de los pensionistas contaba con trece años de edad, por tanto era el encargado de recoger los panes, mi tía Julia me autorizaba comer uno o dos panes en el camino si me apetecía, teniendo en cuenta que llevaba 60 panes calientitos recién salidos del horno, el olor era muy apetitoso.

 

Iba a una panadería muy famosa por aquellos años, muy especial. Al pasar las semanas y meses me di cuenta que tampoco lo sentía como una obligación y mucho menos algo en contra de mis derechos de niño o cosas por el estilo, me sentía satisfecho de lo que hacía. Comencé a sentir un placer al realizar dicha labor en las mañanas de cada día. Desde la casa que estaba ubicada en la Av. Tarapacá N° 205, hasta la panadería de don Emiliano que quedaba entre las calles San Martín y Mariscal Cáceres muy cerca de la tienda de abarrotes y cervecería de Villacaqui y del Mercado Central de Huaraz, tenía que caminar como seis cuadras, por las estrechas callecitas de la ciudad, sin ajetreos ni turbas que me impidan mi paso por el camino.

 

Era todo un trecho de ejercicio matutino que hacía, lo que convertía mi caminata en un ejercicio que me obligaba a veces a sentarme en la vereda bajo la sombra de los tejados de esas casas solaqueadas con yeso de color blanco; casitas austeras que tenían un estilo y construcciones muy peculiares porque me recordaba mi tierra que no hacía mucho había dejado para ir a estudiar a Huaraz, habían algunas casas  grandes con patios muy amplios, con zaguanes con aldabas de acero como las de mi abuelita Tomasa en Marca, aún recuerdo cada vez más lejanamente esas casas porque después del terremoto de 1970 no quedaron ninguna de ellas. Cada casa tenía sus huertos, en cuyo solar poseían arbustos de higos que desbordaban los muros de las casonas, en algunas otras había capulíes, nogales y molles cuya fragancia envolvente me gustaba olerlos y resguardaban cada casa de ese imborrable recorrido que conducía hasta la panadería de don “Imicho”.

 

No sé por qué razón-presumo por curiosidad-siempre hacia un alto frente a la escuelita fiscal que existía en una de las calles cercana a la panadería, dicha escuelita era más conocida por su número que por su nombre: lo llamaban 450. La mayoría de sus alumnos de esa escuelita provenían del campo, por aquellos tiempos todavía se usaba el pantalón de lana, algunos iban con sus sombreros, llanques y cargaban “picshas”, se ponían camisas a rayas o de color caqui de una tela muy gruesa y fuerte casi indestructible. Yo reparaba mucho en ellos, llegando a ser mi amigo alguno de ellos, con quienes jugaba. Después de mis devaneos de juegos con alguno de los niños proseguía mi camino, una vez repuesto mis energías y respirar profundamente hasta llegar a la panadería.

 

Siempre encontraba una enorme fila de clientes en la panadería, la fila rodeaba la manzana muy cercana a la escuelita fiscal de niños # 450. No había nada que hacer, solo plegarse y esperar pacientemente el momento de llegar hasta la puerta de la panadería, pero yo iba con mi uniforme de colegio, por tanto me daban preferencia para que me atiendan y llevar el pan para el desayuno, ese era mi privilegio por ser niño y estar uniformado a la vez. Ahora después de aquellos lejanos momentos, a veces recuerdo, pero cada vez más lejano, ese profundo e inconfundible olor a pan, cuayes, molletes y bizcochos envueltos con esa inolvidable fragancia, que nunca jamás volví a sentir, y que brotaba de las leñas de eucalipto, quenuales y alisos introducidas en el horno de barro y ladrillos. El humo gris oscuro que salía de la chimenea era característico no solo en la vecindad sino hasta varias cuadras a la redonda para esparcirse lentamente por el cielo azul huaracino.

Don Imicho, era un señor fornido y bonachón, se le notaba los años curtidos por el trabajo, de mirada franca y honesta. Voz fuerte y mandón, ordenaba a sus ayudantes con voz fuerte. Siempre sudoroso y sobre todo muy buena gente, de un trato paternal y comprensivo con sus clientes. El regreso a la casa tenía que ser con mayor rapidez que la ida, porque llevaba los panes calientes y olorosos; pero tenía otro inconveniente, el sol mañanero y caluroso de la serranía que quemaba, por lo que tomaba la decisión que mi regreso sea con mayor rapidez a veces lo hacía corriendo con mi bolsa grande de pan en la mano. No había autos, ni camiones, ni siquiera triciclos que me interrumpieran. Los panes calientes, listos para el desayuno de los pensionistas de mi tía Julia iban a buen recaudo. Hasta ahora no creo haber probado panes, biscochos o molletes, como los preparados por don Imicho. Una absoluta delicia. Era todo un artista en la preparación de los panes mañaneros.



 

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